Fin de semana. Proviene de algo, de alguna parte; todo lo que lo precedió es incierto.
De repente veo a mi novia con dos billetes de cien pesos sobre la frente, puestos en cruz, ante una vela. Es como si estuviera tratando de que se sequen (vaya a saber por qué se habrían mojado). Afuera de la carpa (una cacique como para seis personas), se dispone la mesa para almorzar.
Una mesa acorde a la capacidad que alberga la carpa, como para seis personas. Se ubican en sus lugares Facundo, un alumno mío y Rubén, un compañero de la colonia de verano a la que fui en el ´96.
Detrás de la carpa, lo descubrís. Es un cocodrilo amarillo de unos diez metros de largo. Sobre la punta de su cola, surge una hoguera. Poco a poco comienza a chamuscarle sus partes. Cuando el fuego amenaza con causarle un daño aún peor, la bestia abre sus fauces y lenta pero decididamente, se lanza hacia vos. Estás como paralizado, sin poder hacer mucho por vos mismo, cuando alguien te toma de las piernas y te arrastra para sacarte de ahí.
Escuchás su vos y la claridad toma por completo todo el panorama. Luego, los pies sobre el parquet, el cuello gira de un lado a otro, el café y todo lo demás continúa.
El mundo sigue girando. Los esfuerzos se dispersan del objetivo exigido y los dedos se ocupan de cualquier otra cosa, menos de lo que se espera que hagan. Un caso similar con el intelecto, distraído. Una franca actitud pasiva ante los deberes.
En un rincón del litoral, ahí donde florece el atardecer en jirones rosados y cardenales, y otros tanto pícaros de colores azules y anaranjados opacos que pululan alrededor de la parra, la proximidad del río y la distensión, favorecen la lectura. Títulos que se abrían muy cada tanto, casi con un letargo de hibernación, se nutrieron de golpe con ojos, mucho ojos que completaron dos tercios del total de su cuerpo. Otras letras se adelantaron y lucharon unas con otras en medio de una guerra civil y de un histórico compromiso revolucionario.
El mundo sigue girando. Acabo de comenzar con "El difunto Matías Pascal", de Luigi Pirandello. El mundo sigue girando y antes de que lo siga haciendo con una fuerza inusitada que pareciera tirarte como de un zamba, re leo una parte del comienzo que me gustó particularmente.
—Reverendo amigo —dígole yo, sentado en el poyo, con la barba apoyada en el puño del
bastón, mientras él anda cuidando sus berzas—, no me parece que sea ya tiempo el que
corre de escribir libros, ni siquiera de escribirlos por broma. En relación con la literatura,
como con todo lo demás, tengo que repetir mi habitual estribillo: ¡Maldito sea Copérnico!
—Hombre, ¿y qué tiene que freír en esto Copérnico?— exclama don Eligio, irguiendo el
busto, con la cara que le echa fuego bajo el sombrero de paja.
—Pues sí que tiene que freír, don Eligio. Porque, cuando la Tierra no giraba...
—¡Y dale! ¡Pero si ha girado siempre!
—No, señor, no ha girado, porque el hombre no lo sabía, y, por lo tanto, era como si no
girase. Además, que usted no puede poner en tela de juicio lo de que Josué detuvo al Sol.
Pero dejemos esto a un lado. Digo que, cuando la Tierra no giraba, y el hombre, vestido de
griego o de romano, hacía en ella tan gallarda figura y tenía tan alta opinión de sí mismo y
se recreaba tanto en su propia dignidad, me parece lógico que pudiese encontrar gusto en la
lectura de una narración minuciosa y llena de pormenores oc iosos. ¿Dice o no dice
Quintiliano, como usted mismo me ha enseñado, que la Historia, debía escribirse para
contar y no para probar nada?