Final de la trilogía de L.G.M. Comenzada hace un par de meses, esta imperdible publicación, que no se trata de otra cosa que de las auténticas colaboraciones de L.G.M. a este servidor y a este blog, llega al inexorable final.
Así como se ha anticipado, estos son sus últimos escritos (por ahora, quien sabe...), los que marcan su consagración e ingreso al Olimpo (de Bahía Blanca).
Pasen y vean, es un auténtico plumazo para (el ojo d)el lector:
La crítica la aclamó:
Times New Roman: “imposible perdérsela...lamentablemente”
Breeder’s Choice Award: “para leer con los ojos cerrados”
Página/80: “mala con M de patio de vecindad”
El Paisito: “en Europa no se consigue...por suerte”
La radio la puso en un pedestal:
FM Bitch (114.38): “me suena a algo ya visto”
FM Colón (97.16): “ojalá no hagan la película”
AM Uganda (1078): “lo que leí no me gustó”
Y la gente ya la consagró:
Pibe esperando el 85: “mirá, no te puedo comprar nada”
Borracho tirado en una vereda: “eeeeh, ¿qué quere’?”
Lector costumbrista: “una sucesión de eventos inconexos, donde se repiten muchas palabras”
Asociación de Psicólogos, Psiquiatras, Psicoanalistas y Psicoterapeutas: “nosotros lo vimos primero”
La siguiente historia debería estar auspiciada por el Instituto de Salud Mental del Gobierno de la Ciudad.
Prólogo
Iba caminando y de repente me asaltó una duda: ¿existiría la posibilidad de que me afanaran? El contexto favoreció la respuesta. No habré dado dos pasos, cuando escuché una voz adolescente alcoholizada. El clamor suburbano se tradujo en unas palabras que tenían la propiedad de carecer de sentido epistemológico, pero a la vez ser completamente claras y comprensibles: "Eeeh, amigo. No tene' un pesito pa' la birra."
Siempre fui un tipo amable, cariñoso, entrador, y hasta confianzudo (mitad confianza, mitad boludo). Mi concepto de ayudar a los demás era lo suficientemente fuerte como para ofrecer mi guía y consejo a cualquier individuo que dignase poner su mugrosa y despreciable apariencia frente a mí. Aparte me gustaba hablar con palabras "raras", para parecer como que sabía algo, aunque muy pocas veces mis oraciones obtenían sentido real (como si hablara en sentido figurado). Y, obviamente, me encantaba (parecía que hasta disfrutaba) ver el sufrimiento de mis lectores al encontrarse páginas enteras de comentarios del comentario, o el famoso "todo tiene que ver con todo".
Cuando volví a la realidad supuse que mi "amigo" deseaba una respuesta: "mirá loco, no tengo nada" atiné a contestar. Obviamente sin mucho tino, porque la réplica no se hizo esperar: "Dale loco, no te pongas en nada, eh, dame una moneda guacho." (mientras hablaba notaba el inconfundible aroma que exhibía exultante mi eximio ex-amigo. Yo, “somelier” por vocación, detecté inmediatamente la fragancia de un Uvita Fiesta macerado a baño maría por, digamos, una hora y cinco minutos, o sea, vino dulce caliente.
En mi afán por desprenderme de mi peculiar inquisidor logré escupir un: "no tengo nada loco, no, no tengo nada, no tengo nada, no tengo nada". Que fue precedido por un preciso precintaje de mi precioso y desprevenido rostro, o sea me pegaron tal cross de derecha que volé unos tres, cuatro metros con...si, siete centímetros con la mandíbula hecha garcha.
Mientras era requisado de mis pertenencias recordé como fácilmente me podría haber ido en bondi...
Coplas del Licenciado
Todo comenzó una mañana de diciembre del 23 de 2000. Me desperté, miré al despertador que se encontraba como habitualmente lo dejaba: apagado. Hoy era el día que había anhelado hacia ya tres años, la culminación de mis estudios universitarios como LCCR (Licenciado Contramaestre en Ciencias de la Recontra), carrera que cursaba a distancia hacía tiempo ya con sede única en la plazoleta de Retiro, sección sexta, archivo b2. Como toda carrera tenía sus problemas, idas y venidas, pros y contras, tejes y manejes. Y uno de ellos era, precisamente, la tesis final que era optativa: podías hacerla y tener buena nota, o podías no hacerla y sacarte un tremendo cero. Se podía elegir entre dos temas: las propiedades psico-culturales de pseudo-migración de los grillos africanos de patas redondas en el contexto socio-económico de la Segunda Guerra Mundial; el otro tópico se trataba de una experiencia única: unir la Capital Federal caminando desde la General Paz hasta Retiro, donde se entregaría el diploma y medallita simbólica con asistencia de los padres de la "víctima" y de un tío que sacaba fotos.
Como abundaba en mí el pensamiento irracional opté por lo segundo, contrariamente a mis compañeros, que al conocer mi decisión su respuesta fue unánime: pero...¿vo' ta' loco? Obviamente no reparé en aquella calidad de respuesta, ni siquiera en las palabras de mi viejo ("...pero, pero, pero...vos sos un pe-lo-tu-do...")
Con el apoyo incondicional de familiares y amigos, desperté esa mañana, me calcé las Naike (imitación parecidísima), me vestí lo más cashual y partí. El barrio se veía diferente, como si alguien hubiera repintado la vida color rojo. Pensé que sería una buena idea entonces sacarme la bufanda de la cara.
Vivía en el barrio de Lugano, y chistes aparte, el índice de violación por manzana cuadrada en verdulería boliviana iba en aumento. Las primeras alboradas del día me saludaron con su mejor cara, aunque yo, entre garca y dormido, no devolví el saludo. Los pájaros ensayaban dulces y alegres canciones sobre la primavera que parecía no llegar nunca (este tiempo loco loco). En lo alto de un edificio entre cables y modernismo barato se oía un cotorreo singular (la cotorra de Doña Pepa, que recibía cada noche visitas de hombres de plata y muchachos de cromo). Con un gestito de idea (tic-tic-tic), expresé mi desacuerdo con el panorama allí presente, al grito de: "¡Callate, vieja loca!"
Las siguientes cuadras se me hicieron largas, hasta que me di cuenta que había agarrado para el lado de provincia y pegué la güelta, vió. Divisé un pibito repartiendo diarios con su audaz bicicleta playera (o flashera, que para mi nivel de sangre en el cerebro, era lo mismo). Me sorprendió el giro imprevisto del muchacho, que al verme gritó: "eh, maestro: ¿La Nación, Clarín, Pagina 12?". "Dame un segundo" contesté.
En el diario Segundo (el segundo diario menos importante, con menos secciones y sin chistes, traía el exclusivo crucigrama de dos palabras, que nunca lograba descifrar), había una nota súper-exclusiva a una súper-modelo sin nombre...y sin nota, puesto que solo ilustraban la página 49 fotos en blanco y negro de su casa en Punta del Este, aunque, pienso yo que Punta está re-quemado. Consciente de que a este paso llegaría después del Mundial, silbé para llamar un taxi.
"¿Dónde vas pibe?", el hombre tenía un lunar que le recubría el ojo izquierdo y una cicatriz con forma de velador, quizás producto de algún tatuaje permanente. Me pareció que me miraba mal, quizás porque tenía una pupila más grande que la otra debido al monóculo que lucía flamante en su ojo derecho.
"Primero, a mí no me tuteas, y segundo, me hablás bien, que yo no soy tu mujer" aventuré. La calma que rodeaba al pacífico conductor del tacho, se vió invadida, en el transcurso de un par de nanosegundos, de algunas emociones básicas: Primero calma, luego sorpresa, para culminar con un odio, enojo, calentura, que soltame que lo mato, yo lo mato, yo lo mato. Acto seguido, y en un infinito acto de benevolencia, me enseñó una carabina de doble caño que guardaba debajo del asiento, y apuntándome al medio de la cabeza me invitó amablemente a descender del vehículo. Por lo general no tenía brillantes momentos deductivos, pero supuse que no era conveniente contestar.
Emprendí nuevamente la marcha atravesando parques, plazas, plazoletas, boulevards y otros espacios verdes (un mar de chicles de menta y gente tomando mate). Crucé y entrecrucé calles, pasajes, pasajitos, caminos y caminitos (como en La Boca, pero en Lugano, esos lugarcitos donde no te metés ni en pedito). Hasta que la vi, estaba hermosa, deslumbraba con sus sensuales movimientos y un suave contoneo la volvía deseable para cualquier hombre. La parada del bondi relucía con cada latigazo de sol y un delicado murmullo de fierrito que gira sobre su eje, la volvía una especie de calesita (pero negra, mucho más flaca, y sin pendejos encima).
Cuando me acerque a la parada, los futuros ocupantes y próximos compañeros de viaje me dedicaron una mirada fría y de reconocimiento. Hasta que uno de ellos se adelantó al resto y esbozando una cálida sonrisa, con una delicada voz dijo: "a la fila nene". Una señora de edad, prominente joroba...y edad, me dedicó un: “Que vergüenza, habrase visto...¡qué modales!”. El detalle del comentario no pareció inquietarme, aunque mentira, si no fuera mujer y vieja la recagaba a pedos. Nunca fui de defenderme mucho, era más que nada una persona agradecida de la vida, siempre la cabeza hacia abajo.
El bondi venía lleno, y presentí que iba a tener que cuidar mis bolsillos. La vieja paró el colectivo, pero al tiempo que éste reducía su velocidad, la anciana mujer recordó que no poseía monedas suficientes (o al menos eso me pareció), con lo cual realizó el fatídico gesto de negación con su bendito dedo. El conductor dijo alguna que otra maldición y se alejó rápidamente. Una mirada de asombro inundó los rostros de los frustrados pasajeros, mientras la vieja se alejó refunfuñando por lo bajo.
Mientras reanudaba mi patética marcha, comencé a recordar datos irrelevantes de porqué me encontraba allí.
La carrera de LCCR, que duraba tres años, constaba de 5 bloques subdivididos en 29 módulos con 14 niveles separados por una medianera de 1,20 metros. Aunque nadie llegaba a conocer la sede central de la facultad (todos los estudiantes se inscribían y tomaban clases vía Internet), se suponía que "era un lugar hermoso, donde todos tus sueños se cumplirían, y serías uno con el universo". El título obtenido nos daba la capacidad para ejercer control mental sobre los caballos, y poder comer 7 vainillas a la vez, además de ser aceptado en todos los baños públicos de las facultades del ramo.
Tres cuadras más tarde, paré para tomar un respiro, mis débiles pulmones no podían más, producto de años de respirar bajo el agua sin snorkel. Qué días aquellos de playa, quien pudiera...olvidar. Me encantaba disfrutar de la playa y de la arena, sobre todo cuando no se me metía en el ojo. Me hubiera encantado vivir un poquito más cerca, comenzaba a sentir los efectos secundarios de esa poderosa droga (dale, vení, si acá no te ve tu papito), la pachorra.
Pasaba al lado de un público, cuando éste comenzó a sonar. Como no había nadie cerca y me sentía un poco solo, y al pedo, levanté el tubo.
- Hola, por favor, hay alguien ahí, por favor conteste.- una voz lastimosa al teléfono.
- ¿Con quien quiere hablar, señor?
- Por favor, es la única llamada que tengo, ¡¡por favor no cuelgue!!
- Mirá, hacela corta que ando...muy ocupado.
- Escuche, por favor...busque el auto rojo, el auto rojo.
- Bueeeno, el auto rojo, listo.
- ¡Entienda que es un asunto de vida o muerte!
- Sí, ya entendí, entendí, entendí...¿podés creer que tengo un callo en la planta del pie?
- Uh, que feo, tendrías que usar el calzado adecuado.
- Si, probé con plantillas, pastillas, pero viviendo en la villa con tanta ladilla, es difícil.
- ¿Y probaste con un yogurt?
- Para mí, diet sin sabor, hay que cuidar el cuerpo, para no irse de cuerpo.
- ¿A propósito saber llegar Retiro?
- Es como ir a Uruguay, pero parás antes del río
- Joya, listo gracias fiera, nos vemos.
- Espera, espera, te acordás entonces el au...
Colgué entonces y enfilé para Uruguay.
Entregado a esas alturas al "placer" de caminar por la maldita calle en un asqueroso día, comencé a recordar lo bien que la pasaba cuando no estudiaba en la universidad, rompiendo las bolas todo el día, sin preocupaciones luego de 14 años de secundaria (me fui de viaje de egresados 6 veces, a base de 3/4 de liberado y promiscuas ferias del plato). Había decidido estudiar gracias a mi obstetra, que me dijo que él "probó y le gustó" (aunque nunca supe si se refería a la carrera...). Además, un primo lejano, hijo de un tío cercano, padrino de un amigo político, me la había recomendado ("vas a ver lo que es estudiar, pendejo de mierda, bueno para nada" había dicho textual).
Un grito me hizo volver a la realidad: "eh, pibe, ¿querés jugar? nos falta uno."El grito provenía de una canchita cercana, de hecho me encontraba al lado del complejo deportivo "El gato la mueve", donde unos púberes de pocos pelos se disponían a jugar al fútbol. Sin dudarlo respondí: "Mirá, no puedo, apenas nos conocemos, y no quisiera que se hicieran la cabeza que siempre voy a jugar con ustedes. Dame un tiempo para analizar las cosas y después si se da, se da." Los chicos me miraron sin comprender, y siguieron jugando.
Llegando al Italpark, unos chicos jugando al volley en la vereda eran atropellados por un aprendiz de conductor escapado del ACA ("la pelota no se mancha", dije recordando sabias palabras). El balón se acercó a mí fuera de control, lo detuve e hice tres jueguitos (por un problema de gastritis, llegaba a tres de puro pedo), la tomé entre mis manos, y la reventé con una pajita con firulete, de esas que tenía para tomar el café.
Entre humos y humaredas reconocí el emblema del club La Zamba, y amanecida como un querer, descansaba sobre su puerta un reluciente monopatín rojo, que sin dudarlo tomé, lo puse debajo de mi remera y salí corriendo.
Cuando mi adrenalina dijo: "o sea, todo bien, pero pará de correr", caí en la cuenta que había llegado a mitad de cuadra con un tirón en la gamba que ni te cuento. En la puerta de un garaje un perro sin vacunas me chumbó tan juete que mis ojos se volvieron de vidrio por un instante.
Sobre la esquina dobló un rastrojero de "la Misión de Jesucristo”, el nuevo reality show en el cual ganaba el evangelista que era echado más veces de los hogares, y si recibían un "andate a la mierda", recibían automáticamente un dedal de oro, para coserse la boca, pero con clase. Aprovechando el envión de la camioneta, me aferré a ella con mi monopatín, lástima el empedrado.
Al cabo de unas horas (porque paramos para tomar algo en la mitad), llegué a Rivadavia, donde la urbe me recibió con los brazos abiertos (y un lamentable olor a transpiración), agradecí a mis alegres compadres, que estaban meta guitarra y cánticos del "salvador". Me regalaron un volante que hizo las veces de pelotita, para finalizar como pajarito volador que se elevó, elevó, y elevó hasta aterrizar en la cabeza de un pelado que miraba culos.
Pasé por la puerta de un edificio, y un portero de dudosa nacionalidad me roció con la manguera (bah, me bañó el muy hijo de puta). A pesar del "disculpá flaco, no te vi", no pudo evitar que le revoleara el monopatín por la cabeza. "Voy a llamar a la policía, voy a llamar" se quedó repitiendo el indocumentado ese. No le di más bola y seguí camino.
Mientras me deslizaba en un océano de vendedores de Durachell (9 por 1 peso, aproveche señora), a lo lejos se ve una patrulla, y alguien grita: "¡allá viene la yuta!". Me metí entonces en los videos, mientras los gases lacrimógenos inundaban la avenida. Después de perder unos pocos pesos en un metegol con un chino mandarín amante de los cítricos, encaré para la puerta y volví nuevamente a la realidad.
Entre patrulleros e impunidad avancé raudamente. De un locutorio salió un judío que me vendió un sahumerio usado de sándalo por un peso. Nunca fui bueno para los negocios, pero creo que me choreó.
Sobre la vereda, confundida entre baldosas y baldosones, yacía inmóvil una moneda de 25 centavos. Sorprendido por el hallazgo (y un tanto codicioso), me agaché para recogerla, pero una stoncita de gorrita se arrojó al piso, y casi se queda con la moneda, de no ser porque le puse el pie antes de que sus mugrosos garfios se apropiaran de esta. La minita se levantó, me dijo alguna que otra puteada en jeringozo que no entendí y subió a un patrullero seguida de dos uniformados.
Cagado de hambre como estaba, empecé a mirar a ambos lados antes de cruzar, pero además hice un balance del dinero del cual disponía, que arrojó resultados previsibles: no tenía ni la mitad de una mierda. Un flaquito parado al lado de una vieja me preguntó: "¿te cabe, loco?". Ni lento ni perezoso, respondí: "tres menos cuarto". Sobre la mitad de cuadra paró un micro con la delegación islandesa de waterpolo. Lo reconocí al toque por el escudito: un viejo con capa mojando la trucha a quince grados bajo cero. Mientras sacaban fotos de bancos y realizaban cabriolas de alto riesgo, una de ellas se me acercó y me habló en algo que me sonó a brasileño, así que lo traduje enseguida (años de pasar el lampazo en un boliche brasileño me habían brindado esa capacidad).
- ¿Cómo andás? ¿Todo bien?- dijo ella.
- Bien che, acá ando, tirando. ¿Cómo te llamás?- repliqué con algo de sudor bajo la frente.
- (sin traducción, la mataron pobrecita) Ketinga Lakjetjuda.
- (aunque me pareció oír mal, me hice el boludo) ¿y que hacés en Argentina?
- Busco un pibe que me "ponga" al día.- dijo mientras me acariciaba el hombro.
- Si, tengo alguna que otra contractura, pero bueno, que se le va a hacer.
- (lo que dijo a continuación no lo entendí muy bien, porque mientras hablaba movía la lengua de un lado a otro) ¿tenés hora?
- Son las tres. Bueno, me tengo que ir che, cuidate flaca.
Linda piba, pero bueno, ojalá haya oportunidad de llegar a algo.
Después de unas cuadras, un estruendo me sobresaltó. Del ciber de la esquina se había escapado un púber con un mouse choreado. El gordo del ciber (un negro de 2 metros de alto, 50 de ancho y 15 de fondo, que laburaba de guardaespaldas de Piñón Fijo por las noches, los sábados castigaba niños en una matiné local, y creía en el amor verdadero a través de Internet) lo alcanzó a pesar de su contextura física y le rompió el huesito dulce con el mouse, diría yo. Cuando terminó, el gordo me miró con cara de malo y salí cagando.
Había corrido casi un kilómetro con pánico escénico, hasta que choqué con un eunuco que jugaba al solitario con un mazo de 40. Entonces, un aroma estimuló mi olfato como nunca antes. De un edificio en construcción, salía un humito, una barandita, un hedor a morcilla quemada...irresistible. Me acerqué con cara de hambre, salió un carpintero y me tiró un choripan, de degusté a gusto. "Le falta todavía, macho" dije. El tipo me miró, me volvió a mirar, y se quedó como pensando para adentro. A los pocos minutos me arrojó un machimbre que esquivé a tiempo, aunque impactó contra un tipo que vendía medias truchas. Terminé el chori y me alejé del lugar del hecho.
Entrada la tarde, y tras un largo caminar me pudrí, en el fondo de mi ser, de tanta pelotudez sin sentido y me dieron ganas de abandonar. Entonces ocurrió el milagro.
Una promotora de celulares me dijo: "pibe, ¿me cuidas el stand que me estoy meando? Te doy 10 pesos gratis en tu primer mes para llamadas a larga distancia". Sin entender mucho, pero con ganas de sentarme respondí: "Sí, andá nomás flaca".
Me habré sentado por algo más de dos horas, cuando escuché el incesante, insufrible, interminable "ringtone" ("y de dónde mierda se apaga esta poronga"). Después de tocar todos los botones mientras sonaba un tema de Pink Floyd, el celu (los de la high le decimos así) empezó a hacer ruidos como de impresora sin cartucho, y una fina, finiita humareda se escapó del asterisco. Después de una larga estática, a duras penas se escuchó: "tenemos a la piba, no llames a la cana, y hacé lo que te digo, si la querés ver con vida". Como, por lo general, no tenía buena memoria, tomé nota y saqué las ideas principales. Con celular nuevo y con tiempo para matar me dediqué a cumplir con los mandados del secuestrador, porque de última, la chaboncita zafaba.
El comercio y la economía eran moneda corriente en mi familia (mi viejo tenía una cadena de restaurante, choreada del biorsi de turno), así que con gran espíritu de comerciante, entré a una casa de empeño, para hacer plata el celular, después de todo:
a)no tenía nadie a quien llamar;
b)no me llamaba nadie;
c)si lo pongo en mi oreja lo apago
d)con los botoncitos tan chiquitos no enganchaba el cuatro;
e)me reventaba en el fondo del alma los ringtones;
f)era difícil de recordar el número.
Por todas estas razones, y por una cuestión de dinero obviamente, con gran pesar (mentira) vendí el celular.
"Que no, que le falta la tabla de Internet, que el modelo, y qué se yo”, el aceleradito con peinado de motociclista sin casco, y un caso agudo de Parkinson, me dio cinco pesos, y un papelito para un corte de pelo gratis.
Con el dinero en mano (un peligro total), entre al autoservicio "El Oriental Sonriente" y compré, tal como decía la lista, 1/4 de bondiola, 1/4 de matambre y 1/4 de pan de maní. Como tenía un hambre que ni te cuento, me terminé la bondiola y mitad del matambre, hasta que decidí que mejor guardaba un poco para los secuestradores.
Cuando llegué al lugar del pago, un paso a nivel en Primera Junta, presentí que había algo mal, la promotora estaba ahí esperándome sentadita, con una servilleta en el cuello y un mantelito en las rodillas. Tenía una sonrisa angelical, y unos ojos hermosos. La miré incrédulo, y al grito de "minga te voy a dar", di media vuelta y me tomé el palo.
Con todo mi cansancio soplándome la nuca, me tiré a descansar en un parque, a mirar a las palomas comer el pan que la gente les tira, y mientras reprimía el instinto asesino, me dormí.
Luego de interminables pensamientos impuros desperté. Me encontraba en el interior de lo que parecía ser un auto, que tenía sus interiores recubierto por una densa capa de color rojo. A mi lado un hombre de mirada firme y decidida, extendió su brazo para saludarme, pero debido al olor que despedía su delicada axila me desmayé.
Tuve un sueño extraño, me sentía volar por los aires descaradamente. Quizás fuera producto de haber sido lanzado desde el vehículo que me transportaba, cuando éste chocó contra una empanada que bailaba y pedía monedas. Luego de despertar (nuevamente), noté (yo notaba y anotaba mucho) que me hallaba, por esas cosas de la vida y del querer, cerca ya de la plaza once (a mitad de camino), y dentro de una de las aberraciones más oscuras y maléficas hechas por el hombre, una cancha de paddle. Quise consultar la hora, sin éxito, aparentemente la otra empanada que se alejaba corriendo (siempre vienen de a dos, tenga cuidado) me habría zarpado el reloj. Entre la oscuridad un bulto se acercaba corriendo, era el paraguayo dueño de la cancha, que me quería cobrar la hora. Después de mucho discutir, acepté dejar mi bufandita (tan linda y tan bonita, ¿porqué tuvo que suceder?) por los cinco minutos que estuve inconsciente.
En el bolsillo del pantalón encontré una nota (encontrar y notar eran constantes en mí): "...hola, quizás te hayas preguntado quién te rescató de la calle, disculpame pero andaba buscando alguien a quien insultar para sacarme la bronca y resentimiento social, y qué mejor que un pendejo de mierda como vos para hacerlo. Si buscas en tu ropa encontrarás restos de las pastillas para dormir que te di. Los moretones en tu frente, son obra mía, aunque el helado que tenés ahí, es cosa tuya. Chau, forro...y gracias por ser como sos..."
("¡Guau! Cuando lo cuente no me va a creer nadie...o capaz que si...aunque ni idea, porque esta letra parece mía...")
Sin darle mayor importancia al hecho seguí caminando, crucé en diagonal una calle, y fui interceptado por un Corsa rojo (no lo vi...¡salió de la nada!) con todas las boludeces impuestas en el manual del Gran Tuneador (dícese del flaquito que no tiene mejor idea que gastar grandes cantidades de dinero en ponerle el alerón a 45º con respecto al baúl, que no es baúl, sino un centro musical con entrada para dvd y sin salida laboral). Sonaba a todo volumen un tema de los muchos-monótonos-constantes-casi irritantes acordes de Dj Pongo (famoso por mezclar country, pop, soul, rock y chamamé para crear el feliz cumpleaños- el nuevo "hit" del verano que se viene "con todo").
Yo, bailaor (porque bailaba cada vez peor), tuve mi momento de locura loca, subí al techo del coche y empecé a saltar frenéticamente de un lado a otro. Cuando la jarana (y la futura inversión en un chapista) era demasiada, del auto descendió una figura masculina con exceso de musculatura con ganas de pegar. Me miró de reojo, me guiñó el ojo, y dijo (con una voz increíblemente dulce): yo a vos te cojo. En ese instante, y no en otro, comencé a temblar temiendo por mi integridad física (y masculina sobre todo). Sin mirar atrás corrí a grandes velocidades, para escapar de mi acosador (o sea, todo bien, pero no daba, vistesssss...).
Las luces de neón del parabrisas me iluminaron durante tres largas cuadras, hasta que, creo yo, se cansó. Al observar la traslación de la Luna iluminando el cuadrante oeste del hemisferio sur en un ángulo de 28º respecto de la horizontal, comprendí que me había perdido.
Mientras imaginaba como sería el mundo si no existieran los paréntesis (sin aclaraciones, ni dobles sentidos), caí en la cuenta que estaba en medio de plaza once. A mi derecha un hombre en un puesto de panchos se copó y me dijo: "...Jefe, ¿no quiere uno?" Rápido de reflejos como era respondí: "....No, gracias. Mierda no como..." El hombre me dedicó una mirada furtiva, tomó un celular que tenía al lado de la salsa golf, y dijo unas pocas palabras en un idioma irreconocible. Como estaba oscuro, tardé en darme cuenta que no era un inalámbrico como suponía en un principio, sino que se trataba de una espada de Power Ranger trucha que empezó a hacer una intermitente lucecita roja. Al grito de: "...¡¡por el poder de Greyskull!!...", se abalanzó sobre mí, empujándome al suelo. De no ser por mi tercer ojo de tigre, me habría dejado algún que otro hematoma. Aunque ni mi tercer ojo, ni la piedra filosofal enterrada en el orto, evitaron que me aplastara mis brazos con sus rodillas, pusiera la espadita de porquería alrededor del cuello y gritase: "...¡dame las llantas, guacho!¡rapidito, eh! Fue entonces cuando el espíritu combativo y de rebeldía adolescente sacudió todo mi ser. Y a los dos minutos estaba caminando nuevamente, pero descalzo.
Un brasilero que vendía ojotas me miró como con lástima, y me hizo una oferta bastante provechosa, o al menos eso creí, porque su acento canadiense era incomprensible. Así fue como terminé, siendo casi las cuatro de la mañana, bailando "la danza de la manivela" por un par de ojotas. A pesar de carecer completamente de capacidad artística, creo que lo hice bien. Cuando finalicé mi acto el brazuca (hablando mal y pronto) me miró asustado, dejó la bolsa de ojotas en el suelo y escapó corriendo (los artistas somos así...incomprendidos).
Empecé a deambular con una bolsa de ojotas por las calles, y decidí darle al transporte público otra oportunidad, sólo debía averiguar que colectivo me dejaba en Retiro. Sobre la puerta de una panadería local, un guardia de seguridad con olor a alcohol y barba de dos días, parecía la persona idónea. Luego de un exhaustivo análisis de la situación acordé con mis otras personalidades de entablar conversación, sólo debía utilizar la jerga (o juerga, dado el estado de mi potencial informante) para resultar convincente, y no levantar la perdiz en ese hábitat hostil.
-Disculpame viejo, masa, capo, amigo, maestro, jefe, campeón, ídolo, fiera, loco, locura, máquina, flaco, monstruo, padre, ¿no sabés que colectivo me deja en Retiro?
El hombre me dirigió una mirada despectiva hacia mi persona, y murmuró algo.
-¿Qué? (Realmente no me gustaba que me hablaran en ese tono, particularmente porque no entendía nada) ¿Qué dijiste?
El corpulento hombre se colocó delante mío con la velocidad de una gacela, y con un certero rodillazo me envió sin escalas al suelo. Para luego continuar golpeándome repetidas veces con su puño. Cuando comenzaba a alcanzar la cúspide de la inconsciencia, llegaron otros muchachos de seguridad privada, que solo dijeron:
- Pibe, pibe...¿estás bien? Despertate, dale.
- Mmmmmm.....mas o menos....
Acto seguido, comenzaron a propinarme todo tipo de golpes. Con todo mi conocimiento algebraico sobre paralelismo cuadragesimal, supe que debí haberme callado la boca.
Cuando desperté, me encontraba tirado en alguna calle, había amanecido hacia rato ya, tenía hambre, y encima carecía de mi bolsa de ojotas brasileras (fácil viene, fácil se va). Al menos conservaba mi calzado.
Mientras imaginaba qué sería de mi vida si imaginaba qué sería de mi vida, una horrible sensación me conmovió hasta el esfínter. La sensación de estar perdido, solo y triste en este mundo abandonado. Que se disipó como pedo en el viento, al notar con suma delicadeza que me hallaba frente al Obelisco. Si no fuera porque a esas alturas ya no importaba, me habría preguntado como llegar al centro.
Era ya la segunda vez que visitaba el centro, la primera había sido en el 91, gracias a un secuestro express que me dejó con un kilo de ravioles de ricota, una cacerola, y un extraño aroma a humillación, en medio de la Plaza de Mayo. Que locas épocas aquellas...me había tatuado el mentón con una leyenda que tiempo después sería fotocopiada a doble faz ("que se vayan todos"). En aquel tiempo con la mera transpiración perdía la piel, con lo cual mi tatuaje se diluyó rápidamente.
Mientras cruzaba la 9 de julio, miré al suelo, casi por instinto, y descubrí que sobre el cordón de la vereda se podía leer perfectamente "el auto rojo". Con la menor de las preocupaciones crucé la avenida. Del otro lado, un nuevo mundo (ni abierto ni cerrado, casi hasta dilatado) me esperaba.
Sara Patinheira era una muchacha de edad suficiente, que se ganaba la vida como dirigente sindical de la O.O.O.O. (Organización Obtusa de Ordeñadores de Ornitorrincos), una organización que estaba por encima de la ley, pero por debajo de la línea de pobreza (hacían bardo, pero se cagaban de hambre). Organización cuyo objetivo permanente era diferenciarse de la tan conocida y nunca bien ponderada harina.
Su vida había sido una constante lucha, era muy calentona y se agarraba a piñas con cualquiera. La respuesta de su médico de cabecera, el bisexual Dr. Lardo, había sido la misma: "...de vuelta te caíste de la cama, nena. Por Dios, ojalá nunca tenga una hija tan boluda..." Porque Sara, más que nada, era una soñadora, una artista, una pensadora, y sobre todo, muy buena jugadora de truco (le sobraban cualidades para el engaño, la trampa, el ardid, la treta, el simulacro y la mentira). O sea, como quien dice, era una minita bastante chamuyera. Pero como muchas adictas al pan rallado, condimentaba sus días realizando coreografías para programas de poca monta y medio pelo, en un intento por mostrarse fresca, sana y, ante todo, astuta.
Su media naranja era el Ingeniero en Factores Abióticos, el Sr. Aldo Sivi, quien fuera una eminencia en este campo (llegó a recibir el galardón al Ingeniero Más Flaco del Mundo, en una ceremonia llevada a cabo en un salón de fiestas que no incluía buffet), hasta su retiro en el '83 por la inflación que aquejaba sus investigaciones.
Desde aquel entonces se dedicó a coleccionar estampillas usadas.
Sara y Aldo tenían una vida simple, vivían en contra de sus principios, pero a favor del viento, en un hermoso, pero húmedo, bajel en Puerto Madero. A causa del accidente por todos conocido (el micro escolar que transportaba a los campeones locales de consumición de milanesa, que tras pisar un triciclo cayó sobre el Río, provocando maremotos y baños indeseables en la población aledaña), donde Aldo perdió su jopo, volvieron a tierra firme, en un momento crucial para el mundo, puesto que la A.D.E.G.A.P. (Asociación De Escritores y Gente Al Pedo) declaraba finalmente feriado nacional al Día del Arquero (en honor al guardameta que desapareció en la popular de conocido club de ascenso, tras una caída por 15 a 0).
La alegre parejita fue entonces de paseo por el centro de la ciudad de la furia, en una vorágine de helados de frutilla, partidos de tejo, y gente con brazos sudorosos. Todo iba deliciosamente bien, aparentaba ser un día particularmente memorable, hasta que se cruzaron con él. Su apariencia dejaba percibir inmundicia, idiotez y una sutil inteligencia. Lástima que habló, y echó cualquier expectativa por la borda.
- ¿Todo bien? ¿Qué es de tu vida?- pregunté casi con interés.
- (La muchacha me otorgó una mirada de desconcierto, mientras el supuesto acompañante comenzaba a mirar mal) ¿Te conozco?
- Obvio que sí, soy Carlos, Carlos Santana, el chico que te chifló en aquella marcha por los derechos de los zurdos vagos y alcohólicos, ¿me vas a decir que no te acordás?
- (La mujer levantó la ceja izquierda y respondió en un tono un tanto extraño) Debe haber sido mi hermana gemela malvada, que siempre anda por ahí con su rifle de aire comprimido disparándole a los jilgueros.
- (El hombre que estaba con ella se adelantó y habló con voz de fumador con catarro) ¿Te está molestando?
- Sí, pero no importa, cuando precise escuchar la opinión del proletariado, te aviso.- respondí rápido y sagaz.
El hombre miró sin ver, y como quien no quiere la cosa me propinó un pequeño empujón, provocándome una caída estrepitosa. "Ya vamos a hablar de esto más tarde..." le escuché decir, y se alejó. La mujer se agachó, me acarició la oreja y me dejó una tarjeta azul. "Llamame..." me susurró al oído antes de irse. Mientras pensaba que hacía yo para merecer esto, me incorporé.
La tarjeta azul tenía gravado en letra gótica la leyenda: "Tu fantasía hecha realidad". No figuraba teléfono ni dirección alguna. La guardé y seguí adelante.
Luego de atravesar el inmenso mar de humedad, mala onda y motitos de delivery (y gente por todos lados), logré llegar a tan sólo unas cuadras del Río de La Plata, y próximo a mi destino, donde me aguardaban impacientemente (imagino yo) para la celebración tan esperada. Sólo deseaba que me hubiesen guardado al menos un sándwich de miga, aunque, como todo asalto que se precie de serlo, los chicos traerían la bebida y las chicas la comida, con lo cual mi falta de bebida me quitaba el virtual derecho a comer. A lo largo de la ribera subtropical con estación seca (pero lo que mata es la humedad), y mientras sufría constantes ataques de xenofobia, justo enfrente mío un taxista machista le revoleaba una revista pacifista a un velocista comunista que corría de aquí para allá, como loco.
Una luz roja me encandiló de repente, era un prístino e impecable auto rojo, del cual descendió una esbelta joven que al principio no reconocí, pero cuando se sacó el zapato izquierdo y me arrojó una media masa que guardaba allí, supe que era una mis tantas fanáticas que quedaron de aquel concierto de batucada, palillo y afines, del que había participado hacía ya 14 años. Luego de indicarme de forma muy clara, que le había "cagado la vida", se alejó corriendo. A pesar de mis esfuerzos por pedir perdón, no logré evitar que se arrojara al agua.
Continuando con mi ardua caminata, bajo un sol incandescente, y ciertamente resignado al hecho que ese iba a ser mi medio de transporte por las próximas cuadras, divisé un gato que se meneaba para aquí y allí. Se acercó y dijo: "miau". Un objeto debajo del felino me llamó la atención. Era una tarjeta que rezaba: "Se han juntado los elementos, sólo falta la llegada del elegido". No sé por qué, pero al leer eso me dio hambre...
El tránsito había sido cortado en dos cuadras alrededor de la plaza, parecía que una celebración importante se llevaría a cabo allí. Bueno, al menos eso era un alivio, a esas alturas si no era una Fiesta con F de ¡fuaaá!, entonces...¿qué onda?
La plaza rebosaba de un verde limpio y vívido, casi como un moco. Mientras me acercaba al centro de la misma, divisé un par de bancos que yacían en las proximidades en un intento por ser "tenidos en cuenta"...o quizás habían sido rechazados por la sociedad que los oprime cada día más (en especial por la gente obesa). Cuando encontré una reposera libre de la maquinaria ciega, me senté a esperar al resto de mis compañeros.
Después de media hora caí en la cuenta que la plaza estaba desierta, sólo había unas cuantas latas de vaselina vacías, alrededor de 200 cajones de sidra vacíos, vasitos de feliz cumpleaños, y una máscara de payaso. Además, claro está, de la sangre regada por todos lados. Evidentemente la habían pasado mejor que yo. Pero el hecho de no haber nadie me preocupaba ya que, por lo general, estos lugares estaban súper-poblados y súper-sudorosos.
Y encima no había nada para comer, lo cual me descontroló.
Siempre mantenía una paz interior, a base de pelear con las voces en mi cabeza, contradictorias ellas, histéricas se podría decir. Aunque al encontrar un cartel pisoteado en el piso con la inscripción: "No hay premio para vos, llegaste tarde forro", la vista se nubló, y una expresión sombría recubrió mi rostro.
Diría yo que son éstos los momentos que le dan sentido a la vida, la calma que sentía hacía unos instantes se fue a dormir temprano, y sobrevino la cólera (aunque ni agua quedaba ya). Con mi honor manchado de sudor y humillación, me acerqué hasta la vereda, donde a lo lejos se veía un auto rojo.
"Otra vez el auto rojo...¿¿¿¡¡¡Pero qué mierda quieren que haga con el auto rojo!!!???"
El auto se detuvo frente a mí, sus vidrios polarizados reflejaban mi furia. Lleno de ira, arranqué la rama de un árbol y, con un grito primal prematuro, salté sobre el techo del coche. Dotado instantáneamente con la fuerza de un infradotado, destruí el vidrio delantero con la rama (y sí, la rama te mueve). Mientras hablaba lenguas prohibidas, a lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia, cada vez más cerca. Cuando iba a desenmascarar al conductor, el ruido me perforó los tímpanos, y me desmayé del susto.
"Eso fue lo que ocurrió, señor abogado ¿No lo ve usted? ¡Soy súper-inocente!" dije
El policía a la derecha de la habitación me miró con cara de pocos amigos, y me volvió a repetir: "Pero...¿a quién le estás hablando, pibe? ¿No te das cuenta de lo que hiciste? ¿¿Del crimen que cometiste?? ¿¿¿Pero no te das cuenta??? Tus padres estaban preocupados por vos ¿no te parece que sos bastante grandecito como para hacer semejantes boludeces?"
El celular del policía hizo un ruido, y alcancé a escuchar: "...la Sra. Sandra Patterson y el Sr. Alejandro Stevie han llegado, los estoy haciendo pasar en este momento..." El policía se volvió hacia mí y dijo: "Bueno Carlitos, espero que esto te haya servido de lección, ¿eh, nene? ¡¡¡Me escuchaste!!!"
Dos personas ingresaron a la habitación, me dedicaron una cara de fastidio, y comenzaron a murmurar algo en un idioma extraño. Con mis pobres conocimientos del castellano, a duras penas traduje sus palabras: "...lo dejaste salir de nuevo...", "...pero te dije que había que poner dos candados en su celda...¿te lo dije o no?...", "...no, si este pendejo no aprende más así, vamos a tener que ponernos más persuasivos..."
Luego me miraron y dijeron: "Yo no sé que tendrás en la cabeza, pero no te volvés a escapar más...¿entendiste?¡¡¡Pendejo de mierda!!! ¡Me voy a encargar de que no pienses o imagines más!
Epílogo
Ahora volvieron los viejos tiempos. "Tiempos electrizantes", como diría mi papá mientras se aproxima con esos cablecitos. Tiempos donde imaginar es un crimen, y está socialmente condenado. Tiempos donde se premia lo cotidiano y pierden los originales. Tiempos donde una idea...ah, perdón, comenzaron los choques...y ahí viene mami con las pastillitas...hoy creo que me toca la azul.
Tiempos donde el pensamiento lateral está...a un costado.
Una historia de Luciano Gabriel Mamani
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